Sabemos que nuestros pensamientos y creencias los solemos adquirir de manera involuntaria, pero podemos aprender a modificarlos voluntariamente.
Todos somos víctimas de pensamientos negativos, pero como todo lo que se aprende se puede desaprender, sólo se necesita un poco de práctica. Comprender y trabajar el papel de nuestros pensamientos nos ayudará a entender cómo nos sentimos y cómo afrontamos las diferentes situaciones que se nos plantean.
Algunas técnicas a seguir serían las siguientes:
1. Detectar pensamientos negativos y creencias irracionales: pues como hemos comentado en post anteriores, nos llevan a mantener emociones y conductas contraproducentes.
Para ello una técnica muy eficaz son los autorregistros, que se basan en el esquema ABC, y por ello anotaremos varios apartados:
-A: la situación desencadenante
-B: los pensamientos irracionales
-C: las emociones y conductas negativas derivadas de B.
Una vez que aprendamos a identificar estas creencias, tenemos que sustituirlas por formas de pensar que nos ayuden a sentirnos y a actuar de forma más deseable. Por ello, cuando la persona adquiera más práctica en detectar las creencias irracionales, podrá añadir dos columnas al autorregistro:
-D: pensamientos racionales
-E: emociones y conductas deseables (derivadas de los pensamientos racionales).
De esta forma, el proceso de detectar y cambiar pensamientos negativos y contraproducentes se irá convirtiendo en algo automático. Así en la medida en que estos pensamientos cambien irán cambiando también las emociones y conductas asociadas a ellos. Esto nos ayudará entre otras cosas a sentirnos mejor y a establecer relaciones personales más satisfactorias.
2. Poner a prueba la validez de tus creencias: pues sabemos que muchas veces nuestros pensamientos y conclusiones acerca de un hecho pueden ser erróneos; así que para evitar sufrimientos inútiles tenemos que tener en cuenta que puede haber otras explicaciones para lo que ha sucedido, busquemos la prueba, la evidencia. Tengamos en cuenta que los pensamientos son ideas, no realidades absolutas y siempre tenemos que verificarlos y comprobar si son ciertos.
3. Autoinstrucciones positivas: son frases que nos decimos a nosotros mismos para ayudarnos a pensar, sentir y actuar como deseamos. Resultan más eficaces si contienen mensajes formulados en forma positiva. Por ejemplo, puedes decirte “voy a estar tranquilo”, “si aparece la ansiedad ya sé en qué consiste”, “soy capaz de soportarlo”, etc.
A algunas personas les resulta muy útil anotarlas en un papel y llevarlas consigo.
4. Reencuadre: consiste en ser capaces de percibir cualquier situación o experiencia desde diferentes perspectivas, y centrarnos en la que nos resulte más útil. De esta forma descubrimos que, en muchas ocasiones, una situación aparentemente adversa puede convertirse en algo positivo.
Reencuadrar nuestrapercepción de la realidad es similar a hacer una fotografía: elegimos la perspectiva, distancia, etc., y destacamos lo que más nos interesa.
Los errores o contratiempos son también una oportunidad para aprender, mejorar y crecer, siempre que nos acostumbremos a reencuadrarlos para afrontarlos como más nos interese. La sabiduría popular recoge esta idea en el refrán: “No hay mal que por bien no venga”, y la filosofía oriental habla de que “No hay nada tan malo que no esconda aspectos positivos, ni tan bueno, que no incluya cosas negativas”.
Las creencias irracionales, se expresan en forma de exigencia o necesidad (“debería”, “necesito”, “tienes que”, etc.), se mantienen de manera absolutista y van en contra de la lógica y la evidencia. Por tanto, cuando no se cumplen, reaccionamos con emociones y conductas contraproducentes, agresivas o inhibidas, o con tristeza o ira excesiva, etc.
¿Cuáles son las creencias irracionales básicas?
Destacamos tres tipos principales de creencias irracionales que pueden crearnos problemas emocionales: las exigencias, el catastrofismo y la racionalización. A continuación describiremos en qué consisten.
Las exigencias: son creencias mantenidas en forma rígida e inflexible, acerca de cómo debería ser uno mismo, otras personas o la vida.
Las exigencias suelen expresarse en términos como “debería”, “no debería”, “habría que”, “es necesario que”, “siempre”, “nunca”, “absolutamente”. “totalmente”.
Las exigencias suelen relacionarse con los valores (es decir, creencias personales sobre lo que consideramos bueno o importante), y estos influyen en nuestras emociones y conductas. Las exigencias hacia nosotros mismos suelen llevarnos a comportamientos inhibidos, mientras que las exigencias hacia otras personas favorecen la ira o las conductas agresivas.
Algunos ejemplos de exigencias bastante comunes, que obstaculizan las relaciones interpersonales son los siguientes:
Uno de los problemas derivados de mantener ese tipo de creencias es que nos lleva a tener expectativas poco realistas y nos lleva a alterarnos emocionalmente.
Por ello, un planteamiento más sano y más flexible consiste en intentar aceptar que estas exigencias sean algo preferible para nosotros, pero que si no se cumplen, nos podamos seguir sintiendo bien. Así, es cierto que resulta más agradable y deseable ser aceptados por las personas a las que queremos, o que los demás actúen siempre de forma justa con nosotros, o que la vida sea fácil para nosotros y consigamos lo que queremos sin mucho esfuerzo… pero lo cierto y verdad que es un planteamiento poco realista.
Por ello, cuando detectemos en nosotros estas exigencias, conviene que nos cuestionemos cualquier creencia personal formulada en términos como “debería”, “es necesario que”, “tiene que”, etc; pues tienden a ignorar que siempre hay excepciones, y nos llevan a comportarnos de manera rígida en nuestras relaciones personales.
El catastrofismo: es la tendencia a percibir o esperar catástrofes, sin tener motivos razonables para ello. Consiste en temer lo peor o en exagerar la posibilidad de que ocurra lo temido. Por ejemplo, cuando alguien recibe una crítica por algo no relevante y reacciona pensando que todos le rechazarán o que la otra persona le odia.
El pensamiento catastrofista generalmente comienza con la frase: “y si…”.
La racionalización: es la tendencia a minimizar o negar nuestros problemas o nuestros deseos y preferencias. Se concreta en pensar “no tiene importancia”, “paso”, “no me importa”, etc., cuando en realidad se trata de cuestiones importantes para nosotros.
Es una actitud parecida a la del avestruz, que esconde su cabeza en la arena para no afrontar las dificultades. Es un intento de evitar la ansiedad que nos produciría luchar por conseguir nuestras metas, afrontar nuestros problemas de modo asertivo o defender nuestros derechos. Como se puede deducir, las consecuencias de mantener esta actitud resultan negativas, pues los problemas a los que tenemos que hacer frente suelen aumentar, además de perder oportunidades y sentirnos frustrados si no luchamos por conseguir nuestras metas
En nuestra mente emergen diversos tipos de pensamientos, algunos de ellos no son dañinos como los pensamientos llamados necesarios o mundanos, que son aquellos que se refieren a nuestra rutina diaria (qué comemos, qué tengo que hacer hoy, cuando tengo que abonar la matrícula, etc.).
Por otro lado, están los pensamientos positivos, que son los únicos que nos permiten acumular fuerza interior y nos capacitan para ser constructivos. Pensar positivamente no significa que ignoremos la realidad a nuestro alrededor, sino ver los problemas y reconocer su realidad, pero al mismo tiempo ser capaces de encontrar soluciones a ese problema
Pero como bien sabemos, nuestro cerebro no es infalible. A pesar de ser el órgano más complejo de nuestro cuerpo, a veces nos juega malas pasadas y nos lleva a errores a la hora de interpretar correctamente la realidad. Es por ello que en muchas ocasiones aparecen en nuestra mente los pensamientos negativos automáticos, que no reflejan adecuadamente la realidad, pues están distorsionados y desencadenan emociones negativas en nosotros, como ansiedad, tristeza, ira, frustración, culpa, etc.
Este tipo de pensamientos se refieren a lo que nos decimos a nosotros mismos en cada situación. Todos tenemos un diálogo interior que utilizamos para hablarnos a diario y que si no se ajusta del todo a la realidad nos creará emociones desagradables. Por ejemplo, “¿por qué me tiene que ocurrir todo lo malo?”, “¡qué desastre de día!”, “no voy a aprobar el examen nunca”, ”no voy a soportar que me ocurra lo mismo”, “siempre digo tonterías”, etc.
Las características de estos pensamientos consisten en que:
- Son automáticos, es decir, se producen sin que apenas nos demos cuenta, de manera inesperada, resultando difíciles de desviar.
- Son telegráficos, en ocasiones se resumen en una o dos palabras.
- Son idiosincrásicos, pues cada persona tiene los suyos propios.
- Son evidentes para la persona, los da por verdaderos y se los cree, sin importar lo irracionales que puedan ser.
- Van acompañados de gran carga emocional, tienen a dramatizar.
- Son aprendidos
A un nivel más profundo de nuestra conciencia se encuentran nuestras creencias irracionales, que todos tendemos a mantener entremezcladas con otras creencias racionales.
Estas creencias irracionales las tenemos muy interiorizadas, pues son fruto de muchos años de experiencia y de aprendizajes que han ido forjando una serie de creencias acerca de nosotros, el mundo y los otros.
Nuestras creencias están tan arraigadas dentro de nosotros, que no resulta necesario que en cada situación nos las volvamos a plantear para decidir cómo actuar o pensar. Es más, suelen salir en forma de “pensamientos automáticos”, tan rápido que, a no ser que hagamos un esfuerzo consciente por retenerlas, casi no nos daremos cuenta de que hemos dicho eso.
Normalmente, una persona suele tener dos o tres creencias irracionales afincadas dentro de sí, que luego salen en forma de los llamados pensamientos automáticos.
Señalar que los pensamientos automáticos negativos resultan más fáciles de captar y son más accesibles, mientras que las creencias o ideas centrales (tanto las racionales como las irracionales), en muchas ocasiones no somos conscientes de ellas al encontrarse a un nivel más profundo de la conciencia, pero están ahí, y generan nuestros pensamientos.
La recaída es quizás una de las circunstancias más temidas tanto por las personas que padecen una adicción, como por sus familiares. Una vez que la persona adicta ha conseguido alcanzar la abstinencia, la forma de que esta se mantenga es trabajando para prevenir que la recaída aparezca. En este punto, es imprescindible que pacientes y familiares conozcan y se familiaricen con el proceso que sigue la recaída, pues si no se es capaz de identificar las señales que alertan de una recaída, difícilmente esta se podrá prevenir.
Normalmente, la recaída no aparece de un momento a otro. Lo común es que de manera progresiva vayan apareciendo señales y síntomas que nos pueden alertar de que las cosas no van bien. Esto puede tomarse como una oportunidad para, de manera prematura, detener el proceso que llevaría a un nuevo consumo.
Para no caer en un contenido excesivamente teórico que pueda aburrir o confundir al lector, emplearemos el caso real de un paciente adicto al alcohol para ilustrar de qué manera se da este proceso.
El paciente, al que llamaremos Luis, acudió a consulta por un
problema de adicción al alcohol. Desde el principio, Luis respondió
muy bien al tratamiento, tomando interés y siguiendo de una manera
muy adecuada todas las indicaciones de los profesionales. Como su
historia con el alcohol había sido muy larga y le había acarreado
numerosos problemas y sufrimiento, Luis estaba muy motivado y animado
por el hecho de haber empezado a poner un poco de orden en su día a
día. Tras años de consumo de alcohol y malestar diario, por fin
empezaba a poder llevar una vida normal. Relataba que se sentía
libre, como si hubiese roto una cadena que le ataba a la bebida y le
hacía esclavo de esta.
Aunque a veces le costaba conciliar el
sueño, refería que se iba a la cama con una sensación de
tranquilidad que hacía muchos años que no experimentaba, decía que
se sentía en paz con su conciencia.
Retomó también antiguas
aficiones como la natación y la guitarra, actividades que siempre le
habían apasionado, pero que por su problema con el alcohol, había
dejado de practicarlas. Esto le ayudaba a calmar algunos síntomas de
ansiedad que padecía en algunos momentos concretos.
Hasta el momento, siguiendo el criterio de los profesionales, había estado evitando exponerse a situaciones que invitasen a beber alcohol. Había dicho que no a una comida de empresa, también había evitado la celebración de cumpleaños de un viejo amigo y la boda de un familiar. Comprendía que en ese tipo de eventos el consumo de alcohol podía ser abusivo, y que exponerse a ello no sería bueno para él, pues aumentarían enormemente sus deseos de consumo. Puesto que estaba muy entusiasmado con el resto de cosas de su día a día, no le había importado renunciar a esos momentos sociales.
Transcurridos
pocos meses, la motivación de Luis comenzó a descender. El
entusiasmo y la ilusión que sentía en su día a día ya no era tan
grande. Algunos días faltaba a sus clases de natación, y ya no
empleaba tanto tiempo en practicar con la guitarra. Sin duda, este
descenso en su motivación era el primer indicador que debía activar
las alertas.
No obstante a todo ello, seguía sintiéndose feliz
por haberse alejado de la bebida, y seguía sintiéndose libre de la
esclavitud del alcoholismo, eso no había cambiado. Se sentía
seguro, tenía claro que su decisión de no beber era firme. Tanto
esto era así, que desatendió el consejo de los profesionales y
decidió acudir a una comunión a la que había sido invitado. Estaba
(o parecía estar) tan seguro de sí mismo, que ignoró la
advertencia de que el acudir a la comunión podría desembocar en una
recaída más o menos inminente. En su exceso de seguridad, su falta
de precaución y en la no adherencia al consejo profesional,
encontramos otros indicios claros de que la recaída puede estar más
cerca.
Luis acudió a la comunión y no consumió alcohol.
Pensó que había ganado la batalla. Pero no quiso prestar atención
a las sensaciones y pensamientos que ahora se habían instalado en
él. Había aguantado toda la celebración sin probar ni una gota de
alcohol, pero esto le había resultado terriblemente incómodo. No se
sintió a gusto viendo cómo todo el mundo podía beber a su
alrededor y él no. De hecho, casi no pensó en otra cosa durante
todo el evento.
No bebió alcohol, pero la idea que se trajo de
vuelta a casa fue la de que la vida sin poder beber es terriblemente
difícil e incómoda. La maquinaria de la recaída ya estaba en
marcha. Sus pensamientos hicieron el resto. Empezó a verse a sí
mismo incapaz de mantenerse abstinente, su seguridad había
desaparecido. Además, donde antes se sentía tranquilo y libre de la
esclavitud del alcohol, ahora solo podía pensar en el sufrimiento
que le suponía el no poder beber. Ese sentimiento de desesperación
hizo que aparecieran unas ganas terribles de volver a consumir, y con
ello, la idea de que todo ese malestar y nerviosismo que estaba
sintiendo se aliviaría con la bebida.
Es fácil intuir el desenlace del relato. Si se analiza la secuencia de acontecimientos, es sencillo detectar en qué puntos de la historia se podría haber actuado de una manera distinta de cara a evitar la recaída. Si Luis se hubiera extremado sus precauciones al notar un descenso de su motivación en su vida diaria y se hubiese planteado la posibilidad de recaer, si hubiese evitado ir a la comunión, o si hubiese puesto sobre la mesa ese malestar que le había generado la exposición al alcohol durante el evento… en cualquiera de esos momentos, podría haber puesto en marcha distintas estrategias que le hubiesen ayudado a gestionar su malestar y a reconducir las situaciones para poder mantener la abstinencia.
Durante
el proceso de recuperación de la adicción a una sustancia, la
persona podrá atravesar algunos momentos complicados, en los que su
motivación podrá disminuir. Esa fluctuación en la motivación, así
como los altibajos, son una parte natural del proceso para los cuales
existen herramientas y estrategias de afrontamiento.
En
definitiva, el mensaje que buscamos transmitir con este artículo, es
que si se sigue el criterio de los profesionales, y con el adecuado
esfuerzo tanto del paciente como de sus familiares, es posible
anticipar y prevenir las recaídas de una manera eficaz.
Ana Ponce Rodríguez
En la entrada anterior, nos quedaron por comentar la adolescencia de nuestros hijos, su emancipación, la madurez de la pareja y la ancianidad. Y sin dilatarme, os paso con ellas.
No voy a descubrir América diciendo que la adolescencia es una época llena de turbulencias, tanto para el adolescente en plena crisis personal como para la familia que se va adaptando a los cambios de éste. Tienen que averiguar de repente, quiénes son e ir convirtiéndose en adultos, además lo quieren saber ya, no hay esperas.
Para el adolescente, sus iguales, es decir, sus amigos, pasan a ser sus modelos a seguir y sus referencias para tomar decisiones. Empiezan a dejar a un lado a sus padres, comienzan a tener parcelas de su vida en las que éstos no están invitados. Las relaciones con el exterior se amplían en número de personas y en frecuencia , su movilidad “geográfica” aumenta al tener mayor independencia para ir sólo. Leer más
¿Dónde está el manual de la vida? ¿Quién me dice qué debo hacer ahora que todo está cambiando? Todos nos hemos preguntado alguna vez estas cuestiones y todos sabemos a ciencia cierta que ni existen los manuales ni nadie puede decirte qué hacer sin riesgo a equivocarse (es más fácil culpar a los demás de los propios errores que a uno mismo).
La vida está llena de cambios como dije en la primera entrada sobre el aspecto evolutivo de la familia. Hay momentos en el ciclo vital de las familias que se producen cambios naturales y otros cambios que son inesperados.
Los cambios naturales son aquellos que son esperables y por los que un gran porcentaje de personas pasan a lo largo de su vida y son como todos los cambios, momentos de readaptación, técnicamente hablando, momentos de crisis. Leer más
El destino no está escrito, nosotros mismos vamos día a día narrándolo. Así ante preguntas como: “Qué puedo hacer yo para cambiar al otro”; “Qué puedo hacer para que una situación de relación que me molesta, me hace daño y no me deja ser como yo quiero, cambie”. ¿Has pensado alguna vez en cambiar tú?
Hace dos semanas comencé hablando sobre el concepto de familia, y comenté unos retazos sobre el rasgo sistémico que tiene ésta. Hoy ahondaremos en este concepto, y lo haremos desde un caso ficticio a modo de ejemplo.
Pongamos a una familia en la que su funcionamiento fuera erróneo de base, marcada por diferentes desgracias familiares (pérdida de un hijo y un divorcio que tardó demasiado tiempo en llegar). La base errónea era la culpabilidad, la falta de comunicación y el miedo a amar.
Les pongo en situación. Debido a la pérdida del primer hijo en edad temprana, los padres adquirieron cada uno de ellos un rol diferente al que tenían hasta el momento en la familia, no supieron decirse el uno al otro lo tristes que se sentían y uno por el otro, aquello se quedó sin resolver. Era como: si tu sigues adelante yo también, pero eso sí, a mi forma. Y con otro hijo de dos años en casa, aquello no vaticinaba nada bueno.
Pasaron los años y cada uno seguía en su pequeño mundo, ajeno al del otro. El mayor problema radicaba en que tenían un hijo y al poco tiempo tuvieron otros dos. La forma en la que se relacionaban los padres era casual, superficial, poco afectiva. La toma de decisiones era unilateral (por parte de la madre) y el padre trabajaba siempre, casi nunca estaba en casa. Las relaciones familiares de los hijos con el padre eran esporádicas y siempre en momentos de ocio; con la madre os podéis imaginar, ella marcaba las normas y las hacía cumplir, era la mala de la película en resumidas cuentas.
Al cabo del tiempo comienza un insufrible proceso de separación que nadie podía y/o quería ver que estaba ocurriendo, excepto el padre, quien fue el que empezó a dar los pasos (probablemente sin saberlo al principio) para realizar una separación real de esta estructura familiar para comenzar una nueva. Los hijos estaban acostumbrados a la frialdad de las relaciones de sus padres, y a la frialdad que mostraba su madre con ellos también. Así que los hijos no parecían poder ver nada. La madre, no quería ver lo que estaba ocurriendo, estaba demasiado acostumbrada a esa vida de “separación”, por lo que no solo no hizo nada, sino que ella misma sin saberlo provocó más distanciamiento.
Tras varios años sosteniendo esta situación, un día el padre le pregunta a sus hijos, mientras éstos veían la tele, lo siguiente: “¿Si me voy de casa, con quién os vais, conmigo o con mamá? Vaya pregunta para unos hijos, ¿a quién quieres más a mamá o a papá? Tras una respuesta rápida y en la que todos coincidieron, dijeron que con la madre. El padre salió del salón. Al día siguiente se había ido de la casa y empezó a formalizar la separación legal.
La madre a partir de ese momento vivió momentos personales muy duros y la forma de relacionarse con sus hijos fue cada vez peor. Se sentía la perdedora del combate y culpabilizaba a sus hijos de todo lo que le había ocurrido, no buscó ayuda ni consuelo en ellos. Los hijos por su parte se distanciaron cada vez más, tanto de la madre como del padre. Habían aprendido a lo largo del tiempo que sólo podían contar con ellos mismos y sabían que los problemas los tenían que resolver por su cuenta.
La convivencia era insostenible: gritos, épocas de mutismo, …, en aquella casa cada dormitorio se convirtió en un lugar personal, inexpugnable e intransferible, el lugar que cada uno tenía para mantenerse vivo, solo.
Los padres habían creado y perpetuado un sistema de relaciones basado en:
– La falta de comunicación, cada uno tenía una parcela de su vida pero no la compartía con los demás. Si tú no me hablas y te muestras distante, me has enseñado a serlo así contigo.
– La falta de afectividad: no hay besos, ni abrazos, ni palabras de cariño. Es difícil ser cariñoso cuando no te han enseñado a serlo.
– La culpabilidad: cada uno, excepto la madre, había asumido el grado de culpabilidad que ésta le había asignado. Si a esto le sumamos los dos puntos anteriores, cómo vamos a quitarnos de encima esa gran losa que es la culpa y que no nos va a dejar ser personas completas.
Este sistema de relaciones familiares se había perpetuado. No parecía que pudiera ser de otra forma que no fuera destructiva. Todos habían adquirido un rol dentro de ese sistema, y se había originado la tensión que provocó la ruptura del equilibrio, obteniendo como resultado la desintegración del núcleo familiar.
Pero como en todo sistema, el cambio de una de las partes afecta al resto de las partes.
Así, uno de los hijos comenzó a comportarse y a actuar de diferente forma. Ya no respondía a los gritos con más gritos; al mutismo respondía con preguntas (cómo estás hoy mamá), respondía hablando sobre cómo le había ido el día en la facultad; a los ataques de culpabilidad respondía sin insultar, intentando razonar lo que ocurrió; a la falta de afectividad respondía con pequeños gestos como, “hoy voy contigo a hacer la compra y te ayudo a traer las cosas”. El cambio se produjo sobre todo con la madre, aunque no fue con la única persona de la familia que lo hizo.
Estos cambios de actitud y comportamiento de este miembro de la familia, hicieron que gradualmente las relaciones entre todos cambiaran y, lo hicieron de forma positiva. Debido al estado de degradación al que habían llegado no fue una tarea fácil, hubo altibajos y no fue de un día para otro (pero Zamora no se hizo en una hora).
Si alguien me pregunta si creo en el cambio de la persona, le respondo con un rotundo “sí”. Si alguien me pregunta si creo que una familia puede volver a unirse, le respondería con otro rotundo “sí”. Si alguien me pregunta cómo, le respondería rotundamente “sólo hay que querer”.
La próxima semana volveremos a hablar de la familia y esta vez sobre su aspecto evolutivo. Os espero.
Mª Ángeles Fernández Arias. Psicopedagoga.
Supongo que alguna vez ha escuchado el refrán: De tal palo, tal astilla. ¿Tanto marca el cómo somos como padres, en nuestros hijos? ¿Tanto marca el cómo educamos a nuestros hijos en su futura forma de relacionarse? Si atendemos al razonamiento del aspecto socializador de la familia, la respuesta es un “sí rotundo”. Hablemos sobre ello.
Como ya dije en la entrada anterior, la influencia del ambiente familiar influye en el desarrollo de las relaciones sociales. Todos conocemos distintos tipos de familias, puede que no le pongamos nombre a cómo se relacionan entre ellos y con los demás, tampoco las clasificamos según los padres y los hijos convivan. Pero sí que sabemos cómo son: padres poco dados a abrir las puertas de su casa a sus amigos y a los amigos de sus hijos y que además son reacios a llevarlos a casa de otros amigos; padres que dejan el cuidado y la educación de sus hijos en manos de personas ajenas a la familia; padres sobreprotectores que no se despegan de sus hijos y que inculcan miedos irracionales a éstos; hijos que menosprecian la labor de sus padres; familias que comparten sus ratos de ocio, hablan entre sí y que resuelven los problemas juntos;… Y así un sinfín de familias.
Un inciso. Hablando de familias sobreprotectoras. No me gustaría perder la ocasión de hablar sobre “el cordón umbilical” que en algunas familias no parece que se vaya a romper nunca. Ese cordón que limita el crecimiento tanto de los progenitores como de los hijos. Y vamos a decirlo así de sopetón: el cordón umbilical hay que cortarlo. No debemos ir estirándolo hasta que se rompa de tanto usarlo (y que suele romperse cuando uno de los extremos, ya no puede más). Cuanto antes nos demos cuenta de que nuestros hijos, no son “nuestros” sino de ellos mismos, antes podremos tener una relación más sana con ellos y antes podremos educarlos para que vivan en sociedad de una manera amable, cooperativa, alegre…, sin convertirse en seres dependientes de la aprobación de los demás. Leer más
Durante las próximas semanas comenzaré a hablar sobre la familia y la importancia que tiene ésta en la maduración de la persona. Trataré distintos aspectos como: la importancia de la comunicación, las dificultades al afrontar cambios en el seno familiar, tomas de decisiones, rigidez o permisividad en las normas, etc.
Para empezar a hablar sobre familia y sobre las dificultades a las que se enfrenta, lo primero que debo realizar es una reflexión sobre qué es la familia, para así comprender los “porqués” de estas dificultades con las que se encuentra a lo largo de su camino.
Y lo haré desde tres puntos de vista básicos: la familia como agente de socialización, su proceso evolutivo y la familia como sistema. Los tres aspectos son lo suficientemente extensos como para escribir capítulos y capítulos sobre ellos, pero trataré de resumirlos de forma comprensiva en esta entrada. Posteriormente, en sucesivas entradas, ahondaré en cada uno de ellos, exponiendo casos de ejemplo que a todos nos “sonarán”.
La familia debe recibir una atención especial ya que, las personas encuentran en ella seguridad y afecto. Es la primera fuente de socialización del hombre y la mujer, desde donde se educa para la vida en sociedad. Es, por tanto, la unidad primaria de interacción y sostenimiento de la estructura social.
Sobre su aspecto evolutivo, podemos decir que todas las familias tienen un ciclo vital, como cualquier ser vivo. Y durante ese ciclo, se van produciendo diferentes etapas, etapas de cambios que provocan desequilibrios en la estabilidad familiar.
Al igual que la sociedad evoluciona, la familia también lo hace. Ambos conceptos son activos y van pasando por fases, que suponen crisis naturales y debido a ellas, las familias se transforman, crecen, maduran y/o se rompen.
Su estructura está formada por roles, que como todo ciclo evolutivo, van cambiando según la etapa en la que se encuentre la familia: separación de la familia de origen para formar una relación conyugal, nacimiento de hijos, distintas etapas de los hijos (niñez, adolescencia, emancipación), jubilación y ancianidad. Así, la persona va adquiriendo a lo largo de su vida distintos roles, y en ocasiones, incluso adopta varios roles en un momento determinado: hija, esposa, madre… Roles que la persona debe desempeñar adecuadamente y, además, en relación con los otros miembros de la familia.
Pasando ahora al aspecto sistémico de la familia, podemos decir que la familia está conformada por reglas de comportamiento internas, implícitas y explícitas, marcadas por los miembros individuales de ésta y por el conjunto de sus miembros. Muy ligadas a su vez a la interacción con el exterior, formando parte así del contexto social en el que vive.
Concretando: ¿qué quiere decir que la familia tiene un funcionamiento sistémico? Podríamos decir, que la familia está formada por personas que se relacionan entre sí, marcando estas relaciones los roles y los vínculos dentro de este sistema.
Es importante decir, que en todo sistema, el cambio de una de las partes afecta al resto de las partes. Así que, si un miembro de la familia está pasando por una etapa personal de cambio, esto afectará al resto de personas que forman su núcleo familiar, ya que su forma de relacionarse será distinta y, por lo tanto, esto afectará a la forma de relacionarse del resto tanto con él en concreto como entre sí.
Teniendo en cuenta lo dicho hasta ahora, para resolver las crisis que van surgiendo en el núcleo familiar, es importante analizar la evolución tanto del grupo familiar como individual, el sistema de relaciones internas existente y las relaciones externas que tienen sus miembros con el exterior (la sociedad, en términos generales).
Teniendo en cuenta esto último, en la resolución de cualquier conflicto producido en el seno familiar, se hace imprescindible una intervención integradora, que tenga en cuenta los tres aspectos destacados, y esto nos lo proporciona la terapia familiar.
La próxima semana hablaré sobre la familia como agente de socialización, y como os dije al principio, expondré casos de ejemplo, para clarificar el concepto y dejar a un lado el “academicismo” de esta primera entrada. Os espero.
Mª Ángeles Fernández Arias. Psicopedagoga