Cualquier emoción que reprimamos o guardemos, sea positiva o negativa, es susceptible de convertirse en tóxica. Si escondemos nuestras emociones y las ocultamos pensando que así van a desaparecer, cometemos un error, porque seguirán estando ahí, solo que se hallarán confinadas en una cárcel que a lo único que nos conduce es a la confusión y a la apatía.
Algunas emociones tóxicas como el miedo, la ansiedad, la ira, la envidia, los celos, el malhumor, la preocupación, etc. nos resultan a todos familiares.
Por ejemplo, es normal que:
Si estás enfadado, sientas rabia, pero no que salgas a romper todo.
Si te han traicionado, sientas decepción, pero no que nunca vuelvas a confiar.
Si te has sentido frustrado en algo, sientas tristeza, pero no que permanezcas deprimido.
Si te han humillado, sientas desconfianza, pero no que dejes de correr riesgos.
Sabemos que las emociones, las aprendemos a conocer y a controlar cuando somos pequeños, pero con frecuencia no de la forma correcta. Cada vez que le decimos a un niño que no se enfade, el mensaje que le damos es que enfadarse es malo y que no debe hacerlo, es decir, se le está reprimiendo. Al igual que se le reprime al decirle que no llore que los niños no lo hacen.
Con ello, lo que aprendemos desde niños, no es a no enfadarnos por las cosas, sino que aprendemos a no mostrar nuestro enfado, ocasionando varios problemas: por un lado, la emoción se canaliza de una forma inadecuada, y por otro, al no aceptar el enfado ni comunicarlo, no podremos evitar que esa situación se repita en el futuro.
Por ello, el problema de no reconocer una emoción y reprimirla es que nos impide aceptarla, procesarla y dejarla marchar, quedándose la emoción dentro de nosotros. Además de no solucionar el problema y de correr el riesgo de que ese mismo problema se presente en un futuro.
Con las emociones hay que ser observador, tenemos que reconocerlas, aceptarlas, vivirlas pero hay que dejarlas marchar.
Ana Martín Almagro. Psicóloga del Instituto Bitácora
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